Cada día que pasa se produce una nueva noticia que llena más de horror - si aún eso cabe - a las sociedades en las que vivimos. Restricciones para volar. Restricciones para llegar. Confinamientos cada vez más estrictos. Las multiplicaciones de los contagios se dan como una hemorragia imparable. Es como si estuviéramos siendo parte de un espectáculo en el que con cada uno de los contagiados y de los muertos, el mundo que conocimos y en el que vivimos se va desangrando lentamente.
El mundo del COVID-19, nuestro mundo actual, es mundo donde no existen certezas de nada y además un mundo en el que contamos con un enemigo tan inteligente y capaz de movilizarse - siempre dos pasos por delante nuestro - que juega con nuestras esperanzas y que justo cuando nos hace creer que hemos encontrado la manera de vencerle, vuelve ya sea con forma de cepa británica, sudafricana o de cualquier otra forma. Y regresa a nuestras vidas con una violencia que nos deja no solamente perplejos, sino como realmente estamos en el fondo: desvalidos.
Vacuna. La vacuna que nos salvará. La vacuna que - pese a estar vulnerando todas las leyes de la medicina en relación con las pruebas necesarias, el tiempo de gestión y la investigación necesaria – ha sido indispensable su salida prematura a la luz. Y es que la crisis es tan grave y el problema es tan importante que tenemos que ir sustituyendo las reglas mínimas elementales de seguridad y de prueba para ver si hemos tenido la suerte de acertar, de ir más rápidos que el propio virus y si de esta manera conseguimos - por lo menos - recuperar una manera de reestructurar nuestro mundo con certezas.
Sin embargo, ahora estamos en un mundo sin viajes. Un mundo con mascarillas en todas partes. Un mundo sin cines, sin restaurantes, sin bares y sin museos. Un mundo en el que al final del día ya no sabemos cómo administrar o de dónde sacar y usar la fe que necesitamos para seguir adelante. Un mundo en el que un ejército blanco - como si fueran guerreros suicidas - constantemente se aventura en una batalla contra un virus hasta el momento imparable. Y lo peor de todo es que son esos guerreros con bata blanca los que más castigados están siendo en esta guerra sin tregua.
El sistema de salud mundial nunca había sufrido un ataque tan profundo como el actual. Cuando la peste negra y los ataques de cólera existieron, no existían los cuerpos de sanidad tal y como hoy los conocemos. Sin embargo, llegará un día en el que cuando las aguas se calmen – y espero que todos podamos ser testigo de ello – empezaremos a contar las responsabilidades de lo sucedido. Ese día no solo iniciaremos a ver las estadísticas reales sobre los muertos, sino que seremos conscientes de lo producido en una estadística que – en mi opinión - es aún peor: la estadística de los sueños rotos, de las esperanzas acabadas y del llevar a los pueblos a un punto en el que realmente no tienen una perspectiva de saber qué esperar ni hasta cuándo esperar.
El escenario es crítico desde todos los puntos de vista, pero sobre todo lo es desde la incapacidad de poder articular unas políticas económicas, sociales y unas acciones que por lo menos controlen la explosión de los contagios y rompan ese tobogán y ese circuito que se ha creado hacia el vacío de la muerte a unas velocidades nunca antes vistas. Estamos en un mundo en el que al final del día, la actitud de algunos gobiernos irresponsables, suicidas y locos ha llevado que una crisis inédita destruya todo a su paso.
Una crisis en la que - a pesar de no tener antecedente alguno- los gobiernos, su inexperiencia, su falta de sensibilidad, su falta de compromiso social y su falta, en definitiva, de seriedad y humildad para tratar la cuestión más allá de sus políticas, ha costado un gran e ingente número de vidas. Ahora además llega el momento en el que siendo la vacuna la única salida posible, hay que empezar a preguntarle a todos los que administran nuestros impuestos, qué es lo que hicieron con ellos. Cuántas vacunas compraron, a qué precio, en qué momento y qué garantías tenemos de que nos llegue a sacar a tiempo – aunque sea salvados por la campana – de esta agresión sin precedentes.
En este momento los gobernantes podrán decir que nunca nadie en el mundo moderno que conocimos pasó por una situación similar y es verdad, ya que cuando se dieron las grandes pandemias los Estados apenas se estaban formando. Pero de lo que no podrán excusarse es de este momento en el que ha llegado la hora de sacar la cuenta de lo que se hizo bien y de lo que se hizo mal. En ese sentido, es evidente que vivimos en un país que no solamente está en el último sitio sobre cómo ha manejado la pandemia, sino que además a estas alturas del partido ni siquiera tenemos la certeza sobre con cuántas vacunas contamos, quién las compró, para quién ni si en realidad algún día nos serán administradas.
Una vez más la opacidad, el muro del silencio y la seguridad de que podremos con todo, ha desbordado todo lo que existía y frente a las preguntas de una sociedad angustiada, la respuesta es declarar el secreto y el silencio por una serie de años. Hace mucho tiempo, desde que empezó esta crisis, que tengo la convicción de que es muy difícil evitar el contagio. Sin embargo, creo que sí es posible evitar la muerte y para eso – según nos enseñó la ciencia – no hay más camino que la realización incesante de pruebas y la creación de políticas preventivas para la población.
Los seis días de término medio que se pierden entre los primeros síntomas, el primer Ibuprofeno y la prueba que anuncia que eres positivo de COVID-19, se refleja en la catastrófica cifra de contar con más de cien mil muertes en nuestro país. Ante esto no es que las autoridades o los responsables políticos no puedan hacer política con esta tragedia, sino que cuando uno empieza a tener un muerto cercano o un muerto en su familia, ya resulta hasta insultante buscar sacarle algún tipo de provecho a la situación.
Este desastre, esta epidemia, esta crisis, esta catástrofe, nos llegó a todos. A unos por medio de la pérdida misma de la vida de seres cercanos mientras que a otros por medio del fin de nuestros bolsillos. A la mayoría le llegó por la comprobación reiterada de que el mundo en el que vivimos se ha ido yendo con cada estadística y con cada acometida cada vez más mortal y en la que el virus pareciera ir adquiriendo más fuerza mientras que nosotros, sin duda alguna, nos vamos debilitando.
Para todos ahora es difícil vivir con fuerza y con esperanza, pero creo que es mucho más complicado para quien tenga un poco de conciencia social y un cargo de responsabilidad gubernamental recuperar la paz. Sobre todo, resultará especialmente difícil recuperarla si se asesinó el sueño ya no por la ambición de poder, sino por contar con la certeza de que se pudo haber actuado manifiestamente mejor ante la crisis.
El virus pasará. Las lecciones de la historia nos dicen que la humanidad siempre prevalece. El problema está que cuando eso pase y teniendo en consideración la magnitud de la catástrofe, la exigencia de responsabilidades será brutal. Tan brutal como el dolor contenido de lo que significa estar trabajando confinados desde casa, habiendo ya dejado de diferenciar entre el día y la noche y con el constante miedo de que en cualquier momento este virus nos puede pillar. Entre los gobiernos que confinan a sus pueblos y el miedo que nos confina individualmente, hemos perdido la capacidad de ir a ningún lugar. Y todo por culpa del asesino del mundo que conocimos.