Año Cero

La furia de los pueblos

Hay gobernantes que en vez de reconocer su responsabilidad en el mal manejo de la pandemia, en el fondo están enojados y furiosos contra sus pueblos.

La historia es nueva. Ahora tendremos que ver si es posible rectificar todo los que nos ha llevado hasta este punto. Las crisis se han multiplicado y la humanidad –siempre jugando con el peligro, siempre al borde del límite y siempre tratando de hacer las cosas mejor– se enfrenta a paradigmas y desafíos desconocidos hasta el momento. Sin duda alguna, todo ha cambiado. Los gobiernos y los políticos actuales no tienen margen de error, serán juzgados con dureza, tanto por sus orígenes como por sus resultados. Da igual cuáles fueran los puntos de inflexión, salvo en casos muy concretos, como sucede con el expresidente Donald Trump o con el actual presidente mexicano. Casi todos los políticos actuales vienen de ser recogidos y formaron parte de lo que eran los viejos y extremos políticos instalados en todos y cada uno de los países.

Más allá de las dialécticas que cada uno puede situar en las responsabilidades históricas, en la amenaza permanente o en lo que significa anunciar un nuevo tiempo, y, a pesar de que éste no se sepa cómo construirlo o desarrollarlo, los juicios que vendrán tras la desastrosa pérdida de millones de vidas serán duros y tendrán dos claros reflejos. El primero partirá sobre el análisis de quién y cómo supo defender mejor a su pueblo frente a esta maldición cuasi bíblica conocida como la pandemia del Covid-19, que llegó en forma de un virus que ha sido capaz de poner de rodillas y de acabar con cerca de un siglo de las fortalezas del llamado Estado de bienestar. El segundo reflejo, con independencia de las capacidades y de los desarrollos alcanzados por cada país, radicará en el estudio de las medidas y los elementos adoptados –ya sea en forma de vacunas, políticas o programas– por cada nación para poder hacer frente cuando los verdaderos desafíos que surgirán tras esta crisis se hagan visibles.

La indefensión de los Estados frente al ataque del virus. La incapacidad de los responsables de la estructura de salud para defenderse y para defendernos ante este fenómeno, nos lleva a pensar, con legítima razón, que a pesar de los billones de recursos acumulados en forma de descuentos sobre las nóminas oficiales para proteger nuestro futuro como jubilados y nuestro presente como posibles enfermos, no fuimos capaces de defender nuestras sociedades con eficacia, inteligencia y creatividad. A partir de aquí tendremos que extrapolar y replantear todas nuestras estrategias, ya que esta crisis ha hecho notable que en ningún momento estuvimos preparados para hacerle frente, pero, sobre todo, tenemos que preguntarnos qué mecanismos tenemos que desarrollar y establecer para poder garantizar nuestras seguridades ante futuros desafíos.

Los Estados tal y como los conocimos se han terminado. Los gobernantes de esta época tienen que saber que no pueden pasar del ensoñamiento y la promesa de objetivos y metas imposibles, a simplemente convertirse en gobiernos de la frustración y la furia. Quienes tienen el derecho legítimo a sentir la furia son los pueblos, quienes también tienen la capacidad y la razón para exigir ser bien gobernados, pero, sobre todo, a ser defendidos bajo el más primario y elemental de los fundamentos humanos: preservar la vida. Considerando los niveles de contagio, de mortalidad y de capacidad y asistencia sanitaria y hospitalaria, será necesario hacer un recuento exhaustivo de todo lo sucedido ante el ataque y el zarpazo de esta crisis. Más allá de lo sorprendente de la situación, de lo anunciada o de que en el fondo pudiéramos haber jugado con la idea de que algo similar pudiera pasar, y efectivamente pasó, los números y las actuaciones tomadas para hacer frente a la crisis el día de mañana pasarán a ser el tribunal de la historia. Una vez que se acabe el recuento de quién, cómo, cuándo y dónde supo responder mejor al ataque que fue y que sigue suponiendo la pandemia, pasaremos inmediatamente a la previsión o al cálculo de cómo pudimos defender a cada uno de los Estados. En este sentido, los gobernantes, con furia o sin ella, con ensoñaciones o con cuentas pendientes, con capacidad de polarizar a sus sociedades en la nada para ocultar sus fracasos, tarde o temprano tendrán que justificar sus acciones.

No se equivoquen, hay países que corren el riesgo de que esta crisis sanitaria los lleve a un planteamiento parecido al desarrollado por algunos países africanos –especialmente el Congo– para hacer frente al ébola. Y es que la realidad nos pone en una situación en la que podría pasar mucho tiempo antes de que los países puedan hacer frente y anteponerse a las diversas mutaciones que pueda ir adquiriendo el virus. Es necesario diseñar un plan de acción que nos permita –ya sea a caballo de las vacunas o de algún otro elemento– anticiparnos a las distintas posibles manifestaciones del Covid-19 para, finalmente, poder convivir con él y arrebatarle su capacidad de ponernos de rodillas y matarnos. Probablemente habrá países que lo logren en un corto tiempo, sin embargo, existirán otros que –ante su incapacidad mostrada para manejar la primera, la segunda y la tercera ola de la enfermedad– permitirán hacer crónica la mutación, provocando la instalación del virus en su parte más dañina dentro de sus sociedades.

Contestar velozmente ante el fenómeno es clave. Desde algunos meses y con ayuda de los estudios científicos y de la propia vivencia, pudimos comprobar que el contagio es sumamente difícil de evitar. Hace tiempo que también sabemos que, con los tratamientos y las medicinas adecuadas, el virus no tiene por qué ser dramáticamente mortal. Pero, una vez resueltas todas las consecuencias –que son muchas– sobre la posibilidad de morir, del desamparo, de la desigualdad, de la pérdida en medio de la oscuridad, de lo que ha significado y aún sigue significando en muchos países el desarrollo de la pandemia, viene la segunda parte. La segunda parte es el mundo pospandemia.

Terminada la vertiente sanitaria –que aún estamos lejos de lograrlo–, más allá de la estadística de los muertos y de los contagiados, tendremos que pasar a los costos sociales que ha causado este fenómeno. La estadística correspondiente a lo que este virus ha causado en términos sociales es superior y mucho más grave a la concerniente del número de contagiados y muertos. Una vez que alcancemos términos razonables sobre la recuperación de nuestras libertades, ilusiones, el manejo de nuestras agendas y que no tengamos el riesgo de ser confinados –ya sea por las buenas o por las malas–, con tal de salvar nuestras vidas frente a cada embate del virus, habrá que preguntarnos qué mundo es el que nos espera. ¿De qué viviremos? ¿Cuál será la estructura socioeconómica que va a sobrevivir a todo esto?

El ser testigos del cierre cada vez más ascendente de empresas de todo tipo y sin distinción alguna, es como si se tratara de la caída de unas gigantescas fichas de dominó que se van desplomando una tras otra y de manera ininterrumpida. Y esto es sólo el comienzo, lo más evidente es el equivalente a la compra diaria. Por eso es necesario transportar todo lo que está sucediendo a la luz de la responsabilidad de los Estados y saber que ha llegado el momento supremo de la solidaridad y de instalar elementos y mecanismos de defensa social y colectiva eficientes.

El peor crimen que se puede cometer es el de llegar al poder en nombre de una revolución social para terminar siendo de los gobiernos más insensibles –socialmente hablando– que han conocido las historias de los países. En la contabilidad fatídica de estos tiempos, no sólo contarán los muertos y la capacidad de reacción, sino que contará quién verdaderamente entendió que una vez vencido o llevado a términos soportables el desafío sanitario, el gran problema de los países es la supervivencia. En este sentido, la guerra a ganar es seguir creando riqueza suficiente que evite que pasemos de la frustración de la enfermedad a la frustración del desamparo, del desempleo y de los jinetes del apocalipsis que significa no solamente haber perdido la salud, sino también haber perdido la capacidad de ilusión y de desarrollo de las sociedades futuras.

Para evitar que todo se desmorone, podemos y debemos exigirles a los gobiernos un programa de inversión social que nos permita recuperar lo perdido y construir un futuro sobre la base de la esperanza y la certidumbre. Los gobernantes deben saber que la segunda gran asignatura por la que serán juzgados, absueltos o condenados, será sobre su capacidad, inteligencia y valor de invertir en la supervivencia de las estructuras socioeconómicas de sus países. Todo lo demás, la furia, el ruido o bien la amenaza permanente de poder meter a la cárcel a cualquiera, ha dejado de tener la importancia que tenía. Y es que, con independencia de las amenazas de los gobiernos –con todo lo que eso significa–, el riesgo principal y ante el que tenemos que centrar todos los esfuerzos es un virus que continúa destrozando todo a su paso. Los gobernantes, además de contener su furia, a partir de este momento deberán ser los responsables de asegurar la supervivencia de sus pueblos. Un poder que el mismo pueblo les otorgó y sobre el que el día de mañana les pedirán rendir cuentas.

En este momento existen gobernantes que, ante sus fracasos, están gobernando con furia a sus ciudadanos y, en vez de reconocer –como lo hizo el primer ministro Boris Johnson– su responsabilidad en el mal manejo de la pandemia y de la crisis en general, en el fondo están enojados y furiosos contra sus pueblos, aunque lo disfracen y digan que su enojo es contra sus enemigos políticos. Los gobiernos podrán estar furiosos o no mientras puedan, ya que, sin duda alguna, su actuación lo que está creando es el despertar de la furia de los pueblos. Y eso sí es peligroso. No sólo lo es por los movimientos de desestabilización social que se pueden crear, sino porque una vez que cae el elemento de contención –que es el saber que ya no hay nada más qué perder o que todo se ha perdido debido a la incompetencia en el manejo gubernamental de la crisis– el asalto a las instituciones y los cambios que pueden tener lugar son ingobernables.

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