Año Cero

Trump: ¿acto final?

Los trumpistas deben tomar nota sobre cuál es el límite de lo que prometen, ya que todo lo que signifique cargar la polarización terminará en el apocalipsis institucional.

El 20 de enero de 2017, Donald Trump se convirtió en el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos en Capitol Hill, y ese día pronunció un discurso similar a los que lo habían llevado hasta la Casa Blanca. Un discurso en el que prometió limpiar el pantano y terminar con la masacre del pueblo estadounidense. Un discurso que marcaba cómo había sido su campaña, una manera de hacer las cosas en un orden distinto y que justificaba –en parte– la victoria que lo había terminado por convertir en presidente. El 6 de enero de 2021 –justo cuando debía de estar ultimando los detalles para dar inicio a su segundo mandato presidencial– fue el último acto y la última paletada de tierra para su presidencia. Este suceso inédito hasta el día de hoy –a nueve días de la toma de posesión del que será el cuadragésimo sexto presidente de Estados Unidos, Joseph Biden– sigue dejando estupefactos a los estadounidenses y al mundo entero.

No sé qué me asombra más, si la incapacidad humana para aprender y la forma en la que repetimos constantemente los mismos esquemas del pasado, o las similitudes y lo fácil que es prever cómo terminarán o se desenvolverán los últimos momentos de las crisis políticas y sociales actuales. Es inevitable pensar que en estos últimos cuatro años el mundo ha estado lleno de personajes similares a Neville Chamberlain. El antiguo primer ministro inglés estaba convencido de que él podía convencer a Adolf Hitler de resolver el conflicto de manera diplomática y sin el uso de la fuerza. Sin embargo, los valores que guiaban la actuación y los cálculos del político inglés nunca le importaron ni a Hitler ni a los otros líderes de su estilo populista. A Hitler sólo le importaban las voces que escuchaba en su interior, las cuales le dictaban que él era capaz de superar cualquier circunstancia o sistema adverso.

La política de pacificación y aplacamiento, aquella utilizada para intentar convencer a los demás de que este es el mejor camino para asegurar los resultados políticos y el bienestar social, siempre fracasa. Existen algunos políticos que no escuchan y la razón es que simplemente no son políticos. Estos, ¿son iluminados o los eligió el propio dedo de Dios para encarnar las victorias de sus pueblos? O bien, como me temo que es el caso de Donald Trump, les ha ido tan bien desafiando el sentido común y probando la incapacidad de las personas para poder ir más lejos, que al final se encuentran desbordados de su propio éxito y viendo que, efectivamente, a los demás se les puede hacer todo lo que se tenga pensado sin guardarles ningún respeto ni actuar bajo los mismos parámetros que ellos.

El sistema electoral estadounidense, como todos los sistemas electorales, es imperfecto y susceptible de ser alterado. El problema es que, naturalmente, las alteraciones, las falsificaciones y los robos sistemáticos no se producen de manera espontánea, alguien los produce y los provoca. Estas fallas intencionales forman parte de la misma estructura y, aunque en esta ocasión no se ha podido demostrar el fraude masivo, es evidente que el sistema electoral de Estados Unidos –al igual que el Colegio Electoral y otros componentes de éste– deberá analizarse y pensar en su posible modificación. Pero esto sólo es un aspecto de la cuestión, otro muy diferente es no sentir respeto por nada ni por nadie.

Entiendo que el mundo quería romper con los políticos tradicionales. Pero los políticos no tradicionales, como es el caso de Trump o algunos otros, suelen traer consecuencias sangrientas para su pueblo. ¿Es un exceso y una barbaridad intentar sacar a Trump de la Casa Blanca cuando ya sólo quedan nueve días para que entregue el poder y cuando él mismo ha prometido que se comportará y que ya no levantará a su pueblo contra las propias instituciones que lo gobiernan? Yo creo que no. Creo que estamos en medio de una crisis y en un momento de la historia del mundo en el que es necesario ejemplificar y hacerlo de manera correcta.

No tengo la certeza de que el ataque del miércoles pasado haya sido orquestado y planeado por Donald Trump. Sin embargo, el discurso que ha manejado desde su toma de posesión y sus actuaciones son algunos de los elementos que posiblemente hayan provocado la toma del Capitolio. Este acto tuvo una afectación doble: primero, ofender y embarrar la historia de más de doscientos años del más noble edificio y que representa el poder del pueblo, y, segundo, llevarse por delante algunas pobres víctimas no sólo de la creencia popular de que los gobernantes saben lo que hacen, sino también de personas sin sentido de soberbia ni con el pensamiento de que uno puede más que las propias estructuras.

Donald Trump debería de estar teóricamente al pie de las puertas de la cárcel. Entre otras cosas porque, de no ser así –con sus millones de votantes, con la capacidad que tiene de mover a su pueblo y con los recursos que le han sido facilitados para luchar argumentando el robo de las elecciones– la nueva administración del presidente Biden nacerá muerta. De no hacer frente por la vía legal a todo lo que supone Trump, Biden tendrá un desafío permanente en las calles. Además, tendrá un contrincante que, al no tener el poder de la Presidencia ni del Congreso, buscará a toda costa la manera de volver al juego. Por lo tanto, la perspectiva de ver nuevamente a Trump convertido en presidente en 2024 marca que todo lo que está sucediendo actualmente es el inicio de una campaña sin fin y que probablemente provocará muchos momentos como el reciente asalto al Capitolio.

Estados Unidos ha sido un país consagrado en la coherencia de que, pase lo que pase, al final los malos terminan perdiendo. Es un país regido por la supremacía de la ley. Es un país que ha hecho, como dijo San Pablo a los Corintios, las cosas "decentemente y con orden". Sin embargo, en este momento de la historia, Estados Unidos tiene que elegir en manos de quién está. Tiene que determinar si está en manos de un populismo irresponsable y que por momentos parece ser parte de un reality show, si bien se encuentra en un momento de rediseño institucional y de una nueva encarnación de los valores que tan necesario es que se regeneren para volver a ser un líder en el mundo, o si inevitablemente está destinado a la confrontación civil entre sus distintos fragmentos sociales.

No se puede permitir que Donald Trump se le vaya impune a su casa, ya que, de hacerlo, lo que pasó el 6 de enero en el Capitolio sólo será el inicio de más acciones similares. También hay que recordar que este no fue un hecho aislado, debido a que grupos supremacistas blancos, que han demostrado su incondicionalidad a Trump y que participaron en el ataque al Capitolio –conocidos como QAnon y los Proud Boys– también han provocado por medio de sus actos la pérdida de la vida de personas en Florida, Washington y otras ciudades estadounidenses. Si no se hace algo, este tipo de manifestaciones se irán repitiendo a lo largo de todo el país y, en consecuencia, habrá una réplica emitida por la otra parte, por aquellos que, guiados por la inflamación del Black Lives Matter, ya también han ocupado las ciudades, cuestionado a los policías y creado una sensación de caos y anarquía en Estados Unidos.

Insisto, no puede haber una amnistía ni un perdón presidencial para quien tiene el poder sagrado de velar y de proteger la Constitución –juramento que hacen los presidentes estadounidenses– y que lo incumplen y atentan contra lo jurado. Se ha roto el ciclo histórico y, a diferencia de otros momentos, el estallido de las redes hace que la difusión en tiempo real de cada una de las actuaciones produzca una reacción al momento en el que se rompen los compromisos y las responsabilidades que per se tienen los gobiernos. Los trumpistas de dentro y de fuera deben tomar nota sobre cuál es el límite del mundo que prometen, ya que, en el fondo, todo lo que signifique cargar la polarización, el odio, la negación del otro y la imposición a sangre y fuego de una sola verdad, terminará produciendo el apocalipsis institucional en el que ahora mismo nos encontramos.

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